REIVINDICAR AL AFRANCESADO

"Putin ha hecho más por el europeísmo que las instituciones europeas en la última década. Es el ejemplo de que las identidades y la unión provienen, en gran medida, de una amenaza exterior. No hace falta analizar los nacionalismos del XX, con los actuales basta"

13/03/2022

Es común que todo hombre y mujer busque su muestra de identidad, algo que le diferencie y consagre su nombre a un elemento original; que su nombre suponga en sí mismo un factor originario. Por ejemplo, Laura es Laura y cuando se habla de esa Laura en concreto, van ligadas a ella una serie de características palpables. Es ella y no hay otra, y esto se consigue mediante la adquisición de adjetivos y cualidades que las personas observan en nosotros y nos ocupamos de proclamar, de tal manera que constituyen una identidad única e inimitable.

En un inicio, y en busca de mi identidad, me califiqué como un afrancesado, característica ligada a mi profusa admiración hacia los autores franceses donde yo encontraba una traslación desarrollada de mis ideas. Asimismo, ese mirar a Francia (tanto política como culturalmente) suponía un deseo de alejarme de lo castizo. Eso que Unamuno criticaba en su obra En torno al casticismo, que englobaba a aquellos que ven en lo exterior lo bárbaro y, sin embargo, esto puede estar exento de barbarie. Esa obra es, desde luego, una crítica a aquellos que se empeñan como cabras contra una verja en arremeter contra las influencias provenientes del norte (por el simple hecho de ser extranjeras) y carraspean, musitan y parece salirles urticaria cuando se habla de Unión Europea. Son los mismos que ven en el nacionalismo la solución a muchos de sus problemas: los económicos, los políticos y habrá algún loco incluso, que los existenciales.

Concluí, en su momento, que el ser un afrancesado constituía un elemento original, cuando en sí, no lo era. Como dijo Unamuno: “Porque lo original no es la mueca, ni el gesto, ni la distinción, ni lo original; lo verdaderamente original es lo originario, la humanidad en nosotros”. Así que, desechando cualquier atisbo de originalidad en ser un afrancesado, ahora me surge la duda de qué supone hoy serlo, ¿Dónde queda su vigencia?

En su momento, supuso la adopción de las ideas provenientes de Francia, los ideales revolucionarios del 89 y los planteamientos de los llamados ilustrados. Hoy esta concepción estaría caduca y alejada de una realidad que no existe. Muchos de estos ideales ya se comprenden en los elementos de las democracias contemporáneas occidentales, pero si analizo la verdadera sustancia que encarnaban los afrancesados, concluyo que su espíritu se traducía en la búsqueda de un mejor futuro para España; una serie de ideas que la reformaran y trajesen unos niveles de prosperidad y de justicia nunca vistos en la historia de este país. Con esta aseveración y la intención de encontrar un símil actual y a nivel continental que encarne los mismos propósitos y anhelos que los afrancesados del XIX, determino que su fiel heredero sería el europeísta.

El europeísmo que, como tal, ancla su origen en la Edad Moderna, se vio desechado por el surgimiento del romanticismo y su hijo directo: el nacionalismo, hasta que a mediados del XX una serie de hombres de gran clarividencia y carisma, desapegados de los egos que habían provocado la segunda guerra mundial, asumieron un compromiso que encarnaba las mayores virtudes del hombre y del espíritu europeo. Esta posición europeísta cobra más sentido en España, donde la clase política no duda en alardear de una gran confrontación y absoluta torpeza. No puedo evitar verlos como niños que no son capaces de encontrar solos el camino ni comprender las variedades más complejas del mundo, teniendo que llegar un adulto (en este caso Europa) que los tome de la mano y les muestre el camino de una política responsable.

Putin ha hecho más por el europeísmo que las instituciones europeas en la última década. Es el ejemplo de que las identidades y la unión provienen, en gran medida, de una amenaza exterior. No hace falta analizar los nacionalismos del XX, con los actuales basta. El nacionalismo catalán se construye en contraposición al español y viceversa, el ruso lo ha construido Putin en contraposición a Europa y Occidente, al igual que lo hizo la URSS. El nacionalismo de Le Pen, como el británico, se anclan en la revisión de su historia y la animadversión a la Unión Europea. La demostración histórica nos lleva a concluir que los nacionalismos son un foco de violencia y retroceso. Suponen el despertar del sentimentalismo irracional, de la creencia enfermiza en un fin superior de la nación por encima de los individuos; el mismo que precipitó la caída de los viejos imperios en 1918 y la pérdida de millones de vidas por una idea que, en sí, está cargada de irracionalidad. De esta forma, comprendo que la identidad europea no debe construirse en base a azuzar las amenazas exteriores, que de hecho existen, sino en fortalecer los lazos culturales que han acompañado al continente a lo largo de su historia, desechando cualquier elemento de exclusión y de superioridad hacia otras naciones. Este camino ya lo abrió Romain Rolland con su ensayo Más allá de la contienda donde en su crítica al imperialismo alemán decía: “Cada pueblo, en mayor o menor medida, tiene su propio imperialismo; puede ser de naturaleza militar, financiera, feudal, republicana, social o intelectual, pero en todos los casos es una sanguijuela que succiona la mejor sangre de Europa”.

El imperialismo es una deriva necesaria del nacionalismo. Las sociedades imperialistas del XIX y el XX tenían a sus espaldas la sombra de unos dirigentes que proclamaban la superioridad de su nación respecto a las demás, algunos incluso, la superioridad de su raza. La abolición de estas ideas causantes de la destrucción de los pueblos vinieron a través de hombres como Schuman, Churchill, De Gasperi, Adenauer…, que creían firmemente en una identidad europea común, pero, sobre todo, en una paz europea. Europa es el motor de la evolución económica y social de España, opinión que se deduce del gran desarrollo posterior a la inclusión de España en las organizaciones europeas y de mi fiel creencia en la existencia de una identidad europea que no se contrapone, ni mucho menos, con la potenciación y el respeto de las culturas europeas locales.

Llámenlo percepción romántica si lo desean, pero allí, en Europa, se encuentra el alimento que nutre el futuro de este país. Porque la eterna quimera de una España grande por sí sola, en la comprensión del mundo que nos rodea más allá de nuestras bellas costas, se desvanece, inexorablemente, con un liviano golpe de realidad.