NO HAY MÁS JARDINES

5/05/2021

Junto al Palacio de Cristal, descendiendo por un camino de tierra, se sitúa un pequeño banco. Desde allí se aprecia poco el conjunto del parque. La construcción acristalada con estética del XIX queda a la izquierda y, de frente, queda un pequeño riachuelo flanqueado por losas de piedra. Lo que describo es a través del recuerdo, porque no he vuelto a ese lugar desde hace un año. Considero que tengo un miedo irremediable a volver a sentarme en él, como si necesariamente y de manera inusitada, fuese a germinar una añoranza febril e inútil. La última vez que estuve fue con un cuaderno y apunté lo siguiente: «Las preocupaciones de los niños, insignificantes ante los ojos de los adultos, no se pueden considerar como tales. Son efímeras y se disipan con cualquier distracción o juego. Para jugar ninguna preocupación debe acogernos, como les sucede a los niños, donde nada es latente ni se presenta un instante».

El parque del Retiro, en una asociación previsible, constituye un hogar de reflexión, a mi parecer, en cuento me dejo inundar por la imaginación constante que deriva en la asimilación de un espacio ficticio. Es decir, no veo a niños ni personas vestidas con sudaderas, ni pantalones pitillo, ni abrigos de plumas. Mi mente me lleva instintivamente a ver señores con bombín, bastones y corbata, mujeres con vestidos de colores claros y sombreros de paja con una cinta alrededor. Asocio el parque, de manera ilusoria, a una época que añoro sin argumentos, pues no la he vivido, y me atrevería a decir que la desconozco. Sin embargo, esa distorsión que hago de forma voluntaria me aboca a contener, por unos minutos, una felicidad transitoria.

Al final me ocurre como a los niños, utilizo la disociación como un juego donde las preocupaciones se presentan insignificantes y decaen, inevitables, en un infantilismo propio de los románticos. El romanticismo, como se ha venido viendo, no recae exclusivamente sobre el amor sexual, sino que se aplica por igual —y en mi caso de manera exacerbada— a periodos y lugares que no tuve la opción de vivir.

He de admitir que sentarme en un banco rodeado por vegetación me hace convertirme, en mi imaginario, en un Marcel Proust que deambula buscando la inspiración en los recovecos de la idealización infructuosa. «Describe y recuerda lo que ves y ya está», me digo. Pero no puedo evitar, en esa descripción, contemplar, justo frente a mí, una serie de elementos inalcanzables. Pongamos por ejemplo la escasa capacidad para aclarar y sintetizar los verdaderos componentes de un árbol o del clima sin caer en lugares evidentes.

Este huir de la evidencia, hasta ahora ineficaz, proviene de la personificación que cualquier escritor novel pretende hacer de su escritura, en esa búsqueda infatigable que tenemos algunos por el reconocimiento exterior. Sin embargo, al estar en el Retiro, esa evidencia escurridiza que siempre hace por presentarse se desvanece, y en su lugar, se presenta una narración natural y personal de lo que observo, situación que en cualquier otro parque o lugar de Madrid no me ocurriría.

En Madrid no hay más jardines. Ninguno dotado de la capacidad de disipar la niebla espesa y perseverante de mis preocupaciones y exaltar las aptitudes naturales que tanto necesito. Para mí, solo está el Retiro, y mientras continúe esta pandemia insufrible que inflige un temor a tocar cualquier tipo de superficie, creo que no volveré a un banco con la cualidad de convertirme en un sensiblero.